Cuando los Irish Bars se pusieron de moda en Buenos Aires, yo era un solemne hombre casado y, salvo por un asado cada tanto en lo de Jorge, había dejado de salir, con tal de no tener que escuchar las brutales protestas de mi exposa. Había probado cervezas artesanales en la costa, pero siempre me había quedado la duda de cómo sería el ambiente de esos boliches, además de servir birras exóticas, recreaban el estilo del país que es rey indiscutido de la dorada bebida.
"Vayamos a un Irish", le propuse a Viviana, quien aceptó con el desgano habitual y accedió a encontrarse conmigo, esa misma tarde, al salier del trabajo, en la puerta de un reconocidísimo lugar del microcentro.
No puedo decir que, al entrar, el lugar me haya causado una mala impresión. De hecho, la oscuridad reinante en el lugar hizo que no me causara ninguna impresión. Ni buena ni mala. Una impresión hubiera tenido, en todo caso, si hubiera sido capaz de ver lo que estaba sucediendo. Elegimos una mesa enclenque, de madera, desnuda, en un rincón que parecía más o menos pacífico y una mesera con un jean que definitivamente debería estar afectándole la circulación sanguínea, nos dio unas pesadas cartas de cuerina, con el logo del lugar grabado en la tapa.
Debo admitirlo: elegir una cerveza en uno de estos lugares es casi tan difícil com o dar con el yogurt indicado en el supermercado. Porque el clásico lácteo -que en mi infancia se vendía en envases de vidrio retornables- hoy tiene más variedades que los panqueques de Carlitos: con frutas, con cereales, con lactopindonga equis, para transito lento, para tránsito pesado, para aumentar las defensas, para bajar las defensas, para poner al arquero suplente, firme, muy firme, hiper firme, bebible, inyectable. Pues elegir una cerveza de la carta de este lugar se me hizo tan angustiante como comprar yogurt. Demasiadas posibilidades, demasiado pocas especificaciones, diferencias demasiado sutiles entre una y otra. Ni quiero imaginarme el calvario que debe ser para las mujeres comprar toallitas íntimas.
Acabé eligiendo un lagger al azar, que decía contener miel, esperando un sabor dulce. Con honestidad, encontré una cerveza común y corriente, aunque ligeramente más espesa y bastante más colorada de lo usual. Ante mi pregunta inquisidora, la mesera de los jeans pintados sobre el cuerpo -que resultó ser una barilochense experta en la elaboración de cerveza artesanal- acabó por explicarme que la miel no era un "condimento" para alterar el sabor, sino una parte del proceso de fermentación que lo que hacía era elevar la graduación alcohólica.
Otra cosa que me llamó poderosamente la atención fue que el lugar estuviera "decorado", por decirlo de alguna manera, con un par de enormes pantallas de plasma. Pero más llamativo aún me resultaría notar que el audio que escupían los parlantes del local no coincidían con la imagen en las pantallas (de hecho, mientras una pantalla mostraba a Blink 182 por MTV, la otra daba un partido de rugby por ESPN mientras en los parlantes sonaba Aerosmith). Bajo otras circunstancias, me hubiera molestado muchdisimo el volumen de la música. De hecho, estaba tan oscuro que no se podía ver y la música estaba tan alta que no se podía oir ni el propio pensamiento, mucho menos conversar.
Pero no me molestó. Al fin y al cabo, estaba con Viviana, una mina con una charla tan aburrida que era mejor dejarse reventar los tímpanos por un Steven Tyler pasado de decibeles.