Todos cambiamos. Todo el tiempo. La vida nos cambia. Las cosas nos cambian. Pero no estoy hablando ni a palos de los cambios profundamente espirituales que se gestan en la mente y el alma del ser humano.
Voy a algo mucho más frívolo y trivial: el cuerpo cambia. Envejecemos y nos desgastamos. Subimos y bajamos de peso, según cómo sea nuestra alimentación, nuestro estado de ánimo y nuestras ganas de hacer dieta. Los hombres perdemos el pelo. Las mujeres, la cintura. A ellas se les cae el culo, a nosotros el pito.
Es así, envejecer es inexorable e inevitable.
Un divorcio es una situación tan extrema en la vida -es una ruptura de las estructuras tan grande- que es imposible que no nos cambie. Inclusive a nivel físico.
Por ejemplo, a Pablo le aparecieron muchísimas canas durante su juicio de divorcio ¡Y eso que es abogado! Mi prima Marcela engordó como una vaca en el proceso de abandonar a su marido y tuve un jefe que, en cambio, no sólo se había puesto flaquísimo durante el proceso -no comía, de deprimido que estaa- sino que había empezado a perder el pelo. Pobre tipo, lucía realmente muy mal.
Tropecé con Valeria en un acto escolar y la vi rara. Era la misma de siempre, pero diferente. No estaba ni más gorda ni más flaca, sólo lucía ligeramente diferente.
Hasta que, en un momento, reparé en sus pantorrillas, que se veían bajo una pollera no demasiado larga. Sus gemelos relucían, hinchados los músculos por el ejercicio.
"Tantos años de ser una flacucha insulsa y blandita, y ahora te dio por ir al gimnasio y ponerte en forma, hija de puta", pensé para mis adentros. Pero no se lo dije. Mantengo la política de dirigirle la palabra lo menos posible.
Pero la odié en silencio, por haber esperado a la separación para empezar a ponerse buena.
Y si el día de mañana me entero que se hizo las tetas, la mato.