Cada vez que siento olor a quemado, me acuerdo de Valeria y el incidente de los libros. La gente que me conoce sabe que amo mis libros. Mi vasta colección está formada por las bibliotecas heredadas tanto de mi padre como de mis dos abuelos. Pero, además, deben sumarse no sólo los libros que compré por mi propia cuenta desde los 14 años a la fecha, sino también los regalos de amigos y parientes que, a la hora de obsequiarme, saben que hay un sólo lugar donde ir de compras: la librería.
Valeria, por supuesto, sabía de mi amor casi enfermizo por mis libros. Por eso, el día que decidió darme salida, después de casi dos años de intentar recomponer la relación, inició su raid de represalias -que se prolongaría luego de separados- atacándome en uno de los lugares donde sabía que más me iba a doler: la biblioteca.
Era una tarde como cualquier otra, cuando me llamó al celular, en horario de trabajo (a sabiendas de que no soporto que me llamen en horario de laburo por cuestiones personales; y menos ella, cuyos llamados eran siempre en pie de guerra):
- Hola - dijo en tono alegre.
- Ah, sí... Hola... ¿Es urgente? Estoy laburando.
- Nah... Sólo quería saber qué te gustaba más, si las obras completas de Shakespeare que heredaste de tu abuelo o la colección de Hemingway que compraste el año pasado.
- La verdad, no podría elegir - la pregunta, debo admitirlo, me desconceró - ¿Por?
- No, por nada - respondió entre risitas - da lo mismo.
Una décima de segundo antes de que cortara, logré distinguir cláramente dos sonidos: un fósforo y el incipiente crepitar de una llama. Dejé lo que estaba haciendo y corrí a casa. Por la chimenea salía humo. Sí, el hogar encendido, en pleno noviembre.
Abrí la puerta desesperado. Valeria no estaba. En el hogar, entre las llamaradas, el humo y las cenizas, se distinguían aún las tapas de "Macbeth" y de "For whom the bells toll". Pensé seriamente en sentarme a ver arder mis libros, como en la novela de Bradbury, y esperar a que Valeria apareciera para agarrarla del cuello con mis propias manos.
En cambio, cargué en el baúl del auto lo que había sobrevivido de mi colección de libros, mis valiosos vinilos, la cámara de fotos, mi Fender Jazz Bass -en realidad, más o menos todas las cosas que consideré de valor y contra las cuáles quizás Valeria pudiera tomar más represalias- y un par de mudas de ropa. Y me fui.
Salí de la casa que ya no sería mía sin saber del todo a dónde ir. Desde el celular, hice dos llamados. A mi hermana, me limité a decirle que necesitaba guardar algunas cosas en su casa, sin preguntas.
El segundo llamado, fue a mi abogado.