Nunca entendí del todo qué pasó esa noche, la de mi primer encamada con Verónica. Aunque cierta colega blogger haya encontrado una expresión más que acertada para definir lo que creo que sucedió: ella lo llama depresión post coito.
Los hombres tenemos la secreta fantasía de encontrar a la mujer perfecta: aquella que, luego de hacer el amor, se convierta en pizza. Mientras ella añoran dormir en nuestros brazos, nosotros rogamos para que, sencillamente, se esfumen y nos dejen dormir a pierna suelta. Pero con Verónica, algo rarísimo sucedió la primera noche. Tras la consumación del hecho, se dio media vuelta. Me dio la espalda. Pero no se durmió. Simplemente se dedicó a ignorarme, supongo que deseando secretamente que me convirtiera en una grande de jamón y morrones.
Desconcertado por el devenir de los acontecimientos, invertí los roles. Me acerqué. La acaricié. La abracé. Estaba fría como el puto témpano que hundió al Titanic.
Con un sabor amargo, me levanté de la cama y me vestí. El viejo ademán de irse, para que el otro diga "no, no te vayas". Pero nada. Mutismos absoluto. Y, de despedida, ni un piquito. Sólo un lacónico "apagá la luz antes de salir".