No iba a bailar desde mi adolescencia. De hecho, creo que, la última vez que pisé un boliche, aún estaba de moda "La Macarena" y, al final de la noche, pasaban lentos. Pero, a instancias de mi amigo Jorge -un divorciado con muchos años de oficio-, que dice que es el segundo mejor lugar para conocer mujeres (el primero es, por supuesto, internet) acabamos un sábado a la noche en La Diosa, sobre la Costanera.
La noche había comenzado agradable: cena gourmet, una banda en vivo que tocaba hits de los '80 y un comediante travesti que, pese a que dejaba bastante que desear con su presunta imitación de Moria Casán, tenía algunas rutinas más que decentes. Pero la sorpresa me la llevé como a las dos de la mañana -hora en la que ya un sueñito notable se empezaba a apoderar de mi- cuando "abrieron las puertas".
En mis tiempos, al boliche se iba a bailar y, quizás, a tomarse una cerveza. Se entraba a la medianoche, tras una intensa fila que generalmente se iniciaba alrededor de las 23:00 y nunca jamás había nada para comer. Esta idea más moderna -que luego vería en tantos otros lugares- implica llegar como a las diez, comer algo y, si da el ambiente, quedarse. Pero a partir de las dos de la matina, los locales abren sus puertas al público que sólo viene a bailar. Y la música cambia.
¡Era yo tan feliz con la bandita que tocaba temas de U2, Suzanne Vega y Paul McCartney! ¿Por qué tenía que entrar en escena el DJ? ¿Por qué tenían que permitirle a tantas señoritas que bien podrían ser mis hijas (o al menos mis sobrinas) internarse en la pista a sangolotearse al ritmo de la música electrónica?
Siempre fui muy abierto a los diferentes géneros musicales. De hecho, escucho todo tipo de música. Pero esta cosa que el DJ escupía por los parlantes, difícilmente pueda calificarse de música. Era más bien como un ruido ordenado, una cosa casi industrial. Sonaba algo así como "punchi punchi baba baba punchi punchi baba baba punchi punchi baba baba", por lo que bauticé al género como "The babadance", lo cual despertó las carcajadas de Jorge, que me condenó con un risueño pero inamovible "vos no entendés nada", antes de perderse en la pista, entre montañas de quinceañeras demasiado maquilladas.
Soporté estoicamente la tortura electrónica de La Diosa durante poco más de una hora hasta que, en un descuido de Jorge, como a las tres de la mañana, salí a la calle.
En la vereda, completamente borracha, estaba sentada Verónica.