"¿Dónde nos encontramos?", decía el mensaje de texto de Mili. Acababa de salir de la Ruta 2 y entraba a Mar del Plata por Avenida Constitución. "Te espero en la Rambla, al lado del lobo marino, como en una película de los '70", le contesté. Encontré un hueco para estacionar sobre la calle Buenos Aires -sí, el microcentro marplatense también es un quilombo- y caminé al sol hasta el punto de encuentro.
Un artista callejero tocaba la guitarra y graznaba un tango: "Canta, garganta con arena, tu voz tiene la pena que Malena no cantó". Le tiré una moneda de un mango en el sombrero y casi troté al encuentro de Mili, que sonreía en el exacto lugar que le había indicado, en el cliché de tantas postales, películas de Alberto Olmedo y malas fotos familiares. "Canta, la gente está aplaudiendo", ladraba el guitarrista, "y aunque te estés muriendo, no conocen tu dolor" cuando la abracé a la sombra del lobo marino.
Y ahí estábamos, el héroe y la chica, fundidos en un besazo, en un lugar que es un ícono de la ciudad, con música de Cacho Castaña de fondo.
Por un momento, me quedé esperando a que Armando Bo nos interrumpiera al grito de "¡Corten!". Pero el que interrumpió fue el celular.
- ¡Hola, papá! - gritó Carolina, al otro lado de la línea - ¿Dónde estás?
- Estoy a punto de almorzar en el centro - dudé un segundo, y luego mentí.
- Ah, no... entonces no... quería ver si me podías llevar a casa de Maru, porque mamá dice que no puede, pero estás muy lejos, no te preocupes, pa.
"A punto de almorzar en el centro", había dicho. No era del todo mentira, al fin y al cabo. Era mediodía. Tenía hambre. Y estaba en el centro. Sólo había omitido decir de qué ciudad.
Pero lo que me inquietaba no era la oportuna mentira piadosa. Sino el tomar conciencia, de golpe, de que en algún momento iba a tener que hablarle de Mili a mis hijos.